domingo, 18 de julio de 2010

Un triste juego.

Una noche jugamos a caernos bien.
Fingimos sentir algo más de lo que en verdad nos pasaba.
Nos sumergimos en un mar de mentiras que no pudimos controlar, aunque, confieso, ni siquiera lo intentamos. Sabíamos lo que pasaría acto seguido, pero poco nos importó y continuamos fingiendo.
Una noche jugamos a conocernos. Jugamos a caminar de la mano y a besarnos en cada esquina.
Jugamos a buscar el amanecer entre las sábanas de una cama desordenada.
Esa misma noche nos engañamos a nosotros mismos y jugamos a ser felices.
Pecado fue creer que el juego se convertiría en realidad. Creer que el punto final de esa mañana era perseguido por dos puntos suspensivos.
Pero, aunque cabía una mínima ilusión de convertir ese juego en la mismísima cotidianidad, sabia que ese beso en la entrada de la estación del subte no seria el primero de una realidad, sino el ultimo de una noche de juegos. El último que nos daríamos antes que la realidad nos aplastara, y ya no fingiéramos más, ya no jugásemos más.